Arte en guerra: demanda selectiva y mercados más fríos

 


 Lo estamos viendo con nuestros propios ojos: el esperanzador pistoletazo de inicio de ventas y subastas tras la pandemia está quedándose sin pólvora. El mercado de compra de arte, mayoritariamente conformado por personas cuya estabilidad en cuanto a vivienda y empleo no representan una preocupación inmediata, está hoy sufriendo los mismos miedos que la sociedad en su conjunto.

 En lo que atañe a la cotidianeidad, el precio del suelo subiendo por las nubes en los centros de las grandes ciudades (llevándose la mitad o más de nuestro sueldo), y ligeros aunque notorios cambios en las dinámicas de la compra básica - incluso hemos visto a importantes figuras del ojo mediático desprenderse de propiedades como segundas residencias o yates, o admitir que han empezado a comprar con mayor consciencia y comparación de precios. Esta cautela puede parecer anecdótica o carente de sentido, pero lo que deseo ilustrar es que en 2025 incluso los millonarios están revisando adónde va y cuánto de su dinero. La recesión en naciones que han sido siempre grandes potencias y a las que miran los demás países para diagnosticar posibles cambios en la economía de los suyos propios genera un efecto dominó de dudas, donde comprar arte pasa a tener otro orden de prioridad.

 En lo que refiere al contexto mundial, el mapa político no podría estar más eufemísticamente “activo”: conflictos armados por donde se mire, con la sospecha de durar un largo tiempo. El mapa artístico no es independiente del mapa económico y político, nunca lo ha sido. El impacto de la guerra en el mercado del arte es directo y evidente, tanto para países emisores de obras, atravesados por el conflicto, como para países típicamente compradores de arte. La Guerra en Gaza (Israel–Palestina), la Guerra RusiaUcrania, tensiones y ataques entre India y Pakistán, y las recientes acciones militares entre EE.UU. e Irán en el mes de junio, acumulan voces a favor y en contra, aunque aún con mucha (criticada) discreción en los pasillos de las grandes ferias. De hecho, una crítica que se puede hacer a las organizaciones que se nuclean en ferias y bienales, es no haber sido lo suficientemente vocales sobre Derechos humanos y la xenofobia que están promoviendo los partidos de extrema derecha, que cada vez ganan más escaños.

 Las embajadas culturales han limitado la exportación de patrimonio artístico, generando restricciones legales en subastas internacionales. Esto se traduce en menos piezas o menos pujas en las grandes subastas. Lo que desde hace años son los grandes eventos de la temporada, las subastas de primavera de Christie’s & Sotheby’s Nueva York, han desilusionado en su última edición. “Large Thin Head”, de Alberto Giacometti no tuvo ni un solo postor entre 59 y 64millones de dólares. Estaba en torno a 70 millones de dólares, y no se vendió. Obras de Ellsworth Kelly y Félix GonzalezTorres también pasaron su turno sin lograr ofertas, reflejando la ya mencionada cautela del mercado. El cambio en las preferencias del mercado también quedó reflejado en lo que sí se vendió: en contraste con años anteriores, donde los artistas jóvenes y emergentes gozaban de gran protagonismo, las subastas de este año se inclinaron hacia creadores más consolidados.

 No es un buen momento para arriesgar, incluso cuando se tiene la posibilidad económica. Los coleccionistas temen que si deciden deshacerse de la obra en un futuro les sea difícil encontrar un comprador, debido a la incertidumbre actual.

 En el sector privado, la intensificación del conflicto global ha obligado a museos y coleccionistas a revisar sus protocolos de adquisición, priorizando transacciones certificadas y rechazando piezas con historial dudoso. Una consecuencia (por supuesto cabe aclarar que menor, a comparación del daño individual y vital que representa verse obligado a dejar el país de origen por causas de fuerza mayor) del éxodo de refugiados es un aumento de obras en el mercado negro. Esto impulsa a las instituciones a fortalecer sus mecanismos de trazabilidad y procedencia.

 De todas maneras, en este momento no se esperan ver grandes inyecciones de presupuesto en cultura y específicamente artes visuales en ningún país involucrado: el desvío de fondos públicos hacia el esfuerzo bélico ha reducido inversiones en colecciones nacionales y patronatos privados. Todo lo contrario: el conjunto del personal que trabaja en museos y centros culturales está preocupado por el devenir de sus puestos ante posibles recortes presupuestarios a cargo de sus gobernantes.

 En contextos de guerra, el valor de las obras trasciende lo estético y puede convertirse en moneda dura, herramienta diplomática, o símbolo de poder y legitimidad. El uso de obras de arte como moneda de cambio en contextos bélicos ha sido una práctica recurrente a lo largo de la historia, tanto como botín de guerra, como medio de negociación diplomática o rescate. Es muy curioso como los acuerdos de restitución adquieren prioridad, y el arte cultural pasa a ser utilizado como moneda de interlocución diplomática. Buscando ejemplos de esto me he encontrado con varios, que atañen al continente desde el que escribo: durante y después de la Guerra civil española (1936–1939) muchas obras fueron enviadas al extranjero (por la República) para evitar su destrucción. Algunas piezas fueron usadas como garantía financiera para préstamos o protección diplomática.         

 Por ejemplo, el “Guernica” de Picasso fue retenido en el MoMA de Nueva York hasta la caída del franquismo, como símbolo de la República. No fue sino hasta 1981 que retornó al el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, donde hoy se puede admirar. El traslado se llevó a cabo en un vuelo de Iberia desde el aeropuerto John F. Kennedy hasta el aeropuerto de Barajas en Madrid. Su retorno a España se consideró un símbolo del fin de la transición democrática y un gesto importante en política, según el mismo museo.

 En países lejanos a áreas en riesgo, los conflictos armados también modifican los procesos de adquisición de obras de arte: hay dudas, sensación de incertidumbre y una decisión general de “esperar a ver qué pasa”. De esta manera, quienes tienen una pieza valiosa no la ponen en el mercado hasta que no se estabilice nuevamente el mercado, ya que en caso de crisis puede representar una valiosa moneda de cambio. Los compradores también muestran reticencia a gastar grandes sumas en artistas de nacionalidades específicas.

 Hoy, comprar a artistas israelitas, o rusos, parece ser toda una declaración de principios que nos traerá defensores y detractores.

 En otros sectores como la alimentación y la industria, se habla de la necesidad de un bloqueo a productos de Israel. ¿Deben pagar por esto artistas, quizás disidentes del régimen? Son preguntas que se me vienen a la mente, no busco daros la respuesta ni transmitir mi opinión personal sino abrir debate sobre cómo nuestras decisiones en tanto que consumidores configuran el panorama artístico actual.

 Una de las cosas bonitas sobre el arte es que hay libre elección. Cuando se adquiere una obra de arte, idealmente se conoce en profundidad a su creador: sus motivaciones, inspiración, e ideas., Esto puede incluir conocer su línea ideológica, muchas veces presente en el objeto tangible.

 Una postura posible podría ser “el arte no es el gobierno”: comprar arte de un individuo no implica apoyar su gobierno. Muchos artistas son críticos de su propio régimen y pueden incluso usar las ganancias para financiar causas progresistas o disidentes. Nadie elige ser odiado por medio planeta por lo que el tirano de turno, con quien comparte nacionalidad y residencia, decida. ¿A dónde conduce demonizar a un país entero, y por consiguiente sus producciones culturales tangibles e intangibles? O más bien, ¿nuestra colección -del tamaño que sea- debe ser un fiel reflejo de lo que pensamos?, o ¿podemos apreciar solamente un factor, como el valor formal, o la síntesis empleada? ¿Podemos ayudar con nuestra decisión de adquirir a un artista en el éxodo?

 Otra postura sería la de obligación de coherencia política. De lo contrario, es complicidad indirecta: si el artista apoya explícitamente al régimen o no se ha posicionado frente a sus abusos, comprar su obra puede ser visto como una forma de validación o legitimación simbólica. El arte también puede ser utilizado como herramienta de propaganda o lavado de imagen internacional, y financiar ciertos artistas puede contribuir a ese blanqueamiento.

¿Se viene un resurgimiento del arte iraní? Leyendo mi newsletter semanal de ArtNet, ¿es casual que hayan incluido a Sirin Neshat en el apartado de Subastas online?

 Todos esos interrogantes suscitan la necesidad de pensar en las consecuencias de nuestras decisiones como consumidores culturales.


 


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